OBRAS ENTREVISTAS RESEÑAS ANALISIS DE LAS OBRAS COMO COMPRAR

HOME

PREMIOS

MEMORIAS DEL RÍO INMOVIL

LA CASA OPERATIVA

CUENTOS:






























































Cristina Feijóo Memorias del río inmóvil
Fragmento de "El archivo de Rita", cuarto capítulo.
Premio Clarín de Novela (2001)

La escuela fue realmente su segundo hogar. Allí empezó el genuino aprendizaje para la vida. Porque si las torpezas y aciertos de sus padres modelaron su personalidad, las aulas le fueron dando los métodos para cultivarla. Lo primero que le dieron fue un nombre. Porque ella no se llamaba Rita. Su nombre verdadero era Margarita.

Empezó a llamarse Rita el primer día del primer grado de la escuela, en el momento en que la maestra pasó lista a los presentes. Cuando le llegó el turno a Rita ya se habían presentado la mayoría de las nenas y hasta el momento había una Rosa, una Azucena, una Jazmín, una Violeta y el grado se había ido cargando de la risa contenida de los varones; los ojos burlones de los chicos brillaban despreciativos y Rita comprendió en un segundo que no estaba dispuesta a agregar una flor más al jardín; se paró y dijo: "Rita Rivera".

La maestra levantó los ojos de la lista y la miró por sobre sus anteojos. La señorita Raquel tenía unos espléndidos ojos negros enmarcados por pestañas negras de rimel; y mientras la miraba fijo los ojos le fulguraban curiosos. La maestra desplegó una mirada panorámica sobre los rostros burlones de los varones y las caras coloradas de las otras flores. "Se callan", dijo. Y agregó: "Y usted, Rita, se sienta".

Esa fue su primera complicidad con un adulto; una connivencia edificada en la mentira. Se sentó y miró el pupitre para disimular la emoción. Adoró a la señorita Raquel, de una vez y para siempre. Y mientras raspaba con la uña una letra grabada en el banco para disimular el zapateo de su corazón, tuvo la intensa sospecha de que la verdad está más cerca de la belleza que de la virtud, más cerca de la gracia que del esfuerzo.

No hubiera podido a los seis años ponerle palabras a esa intuición, pero lo que sintió edificó un enclave en su alma; un lugar al que trece años después volvería para construir el futuro alrededor.

La señorita Raquel abrió ante ella un panorama impensable. Primero, cuestionó la idea de pecado. Es decir: había otra manera de ver la mentira. Rita comprendió que al pensamiento alternativo de la señorita Raquel sólo podía acceder a través del conocimiento, es decir, siendo maestra. Esa fue la causa inicial de su amor por el saber. Una causa egoísta, porque lo que inspiraba a Rita a estudiar era hallar el modo de justificar el pecado y salvarse de las llamas eternas.

Aprendió a leer y ya no paró. Sus padres, como premio, le regalaron los dos primeros libros, que se llamaban Vida de Santa Teresita del Niño Jesús y Los pastorcillos de Fátima. Los dos le dejaron un sabor amargo en la boca. La santidad le daba tristeza, le daba culpas, le daba pesadillas.

Su verdadera vida intelectual empezó el día que entró por primera vez en la única biblioteca pública de Salliqueló, se dirigió al anaquel de literatura infantil, y sacó La isla del tesoro.

Había escuchado a dos varones de los grados superiores hablar de piratas. Eran unos chicos salvajes y Rita, que vivía con las orejas paradas, los escuchó hablar de Sandokán y sus valientes y le pareció que allí debía haber un material por lo menos distinto al de los santitos.

A los diez años ya se había leído entera la colección Robin Hood. Sabía más sobre el Tigre de la Malasia, el Príncipe Valiente y el Corsario Negro que sobre las hazañas de nuestros próceres, y eso le granjeó el respeto de los varones de su grado.

La trataban con más consideración que a las otras chicas y al fin, tras muchos cabildeos, consiguió que la incluyeran en la cuadrilla de excursiones. La cuadrilla salía a la hora de la siesta o después de la cena y se dedicaba mayormente a la caza. La formaban cuatro de los cinco varones del grado.

Uno de ellos, Sergio, le prestó una gomera y le enseñó cómo usarla. Poner la piedra, estirar la goma, apuntar, y soltar la piedra. Estaban por donde termina el pueblo, parados en el pasto alto cerca de un bosquecito de eucaliptos. El calor ondulaba el aire sobre la ruta; al caminar sentían los bordes filosos de la hierba surcando las piernas que ardían con el sudor mientras avanzaban uno detrás del otro, casi pegados, en medio de la chicharra de los bichos, medio atontados por el sol, hacia los eucaliptos.

El gorrión cayó con un ruido húmedo, un siseo suave de pandereta y quedó tendido sobre las hojas alargadas y resecas moviendo las alas.

Uno de ellos lo levantó; "está demasiado herido" dijo; se volvió, levantó una piedra y le aplastó la cabeza. Rita sintió un mareo fugaz, se secó la frente con el brazo y miró a Sergio. El chico mostraba una excitación controlada cuando se dio vuelta con una mirada escrutadora, un poco irónica, que parecía decir: "¿Y ahora, reina de los piratas?"

Rita bajó la vista; en ese instante se definía su prestigio, su futuro, la posibilidad de explorar por sí misma los bordes del infierno. Evitó mirar al pájaro, levantó los ojos y dijo: "¿De quién es, del que lo mató?"

Esa pregunta la ubicó en el papel de observadora; era la cronista del grupo. Ya no era una invitada casual y eso resultó evidente por el desplazamiento en la actitud de los varones. La segunda excursión consistió en cortar orugas en partes y observar cómo cada parte se retorcía; parecía que el cerebro de las orugas se extendía por todo el cuerpo. Aquí tuvo una participación más activa, se inclinó para observar el bicho y hasta tocó una de las partes con una ramita. Dijo que iba a investigar la vida de las orugas en la enciclopedia que había en la casa.

Todo lo hacían a escondidas. En Salliqueló la siesta era sagrada. No había ningún negocio abierto, ni un alma en la calle. Lo único vivo que se deslizaba a esas horas eran los perros y los chicos escapados del sueño, que reptaban como fantasmas silenciosos y rápidos por las cunetas polvorientas.

Rita era admitida en esas excursiones hacia el universo cruel de los varones a cambio del silencio. Pertenecía, sí, pero en secreto. En la escuela ninguno de los cuatro le hablaba. Allí era una nena más, despreciable, floja, histericona. En los recreos hacía la ronda con las otras flores y miraba de reojo los empujones, los escupitajos, las zancadillas de los varones. Eran más interesantes, más fuertes; no se dejaban influenciar por el pecado.

No se resentía porque sus compañeros la desconocieran en la escuela: ellos tenían que cuidar el prestigio natural de ser varones. No sólo lo entendía sino que lo aprobaba. La autoridad social de los hombres no le parecía mal, no creía que fuese algo injusto sino más bien oblicuo, porque las nenas se veían forzadas a disimular que ser mujer tenía lo suyo.

Reforzaban el prestigio de los varones haciéndoles creer que el mundo femenino era estúpido y aburrido. Se esperaba eso de ellas y ellas se adecuaban a la demanda. La condición natural de la mujer es la mentira y el disimulo; así fue desde que Eva, la primera insidiosa de la historia, echara a perder el Paraíso.

Llevó durante un tiempo esta doble vida. En las excursiones de la siesta los chicos le contaban las excursiones de la noche, que estaban prohibidas para ella. La noche anterior, como había llovido, se habían dedicado a patear sapos. El juego consistía en quién los hacía volar más alto.

El pasto estaba, efectivamente, húmedo, había barro en las cunetas y Rita temía que las zapatillas delataran su fuga. A su madre se le escapaban las más groseras evidencias pero nunca se podía estar del todo segura, tratándose de ella.

Los chicos le tenían reservada una sorpresa. Ahora estaban del lado oeste del pueblo, por el camino que iba a la chacinería incendiada. Llegaron a las ruinas y bordearon el edificio, que tenía las puertas tapiadas, para atravesar el patio trasero. Rita se quedó paralizada.

Tenía miedo de que esas piezas tiznadas y oscuras estuvieran llenas de ratas. Los chicos habían entrado y ella se quedó afuera del escalón de ladrillos, hasta que una mano la agarró del brazo y la arrastró hacia adentro.

La penumbra era fresca y por el cemento agujereado surgían peladuras de pasto y tierra. Se dejó guiar hasta la segunda pieza. Allí escuchó un sonido impreciso. Después vio la caja de cartón; estaba contra una esquina y de allí salía el ruido, que era de raspaduras y de golpes sordos.

Se dio cuenta de que lo que estaba encerrado era un gato y se soltó de un tirón de la mano que la arrastraba: el chico ni se dio vuelta a mirarla; también él observaba la caja, fascinado, mientras los otros tres se acercaban casi en puntas de pie. Uno de ellos llevaba una bolsa de arpillera. Con ella envolvieron la caja, que luego abrieron con cuidado.

El gato saltó de inmediato dentro de la bolsa, y quedó prendido a ella por dentro. El animal se soltaba y volvía a prenderse de la tela, maullando enloquecido. Rita nunca supo de qué color ni de qué tamaño era. Para ella ese gato fue un bulto móvil dentro de una bolsa de arpillera; un bulto enloquecido de miedo, unos maullidos acallados contra la piedra mucho después que la sangre comenzara a teñir la bolsa y el silencio volviera a reinar.

Esa noche tuvo fiebre y por dos días su madre no la mandó a la escuela. Lo peor de esos días fueron las noches, que Rita transcurrió visitando distintas moradas de Satanás. En el primero de los sueños el padre Francisco la esperaba al pie del altar y ella iba atravesando la nave principal, que era abombada en los costados e interminable y estaba llena de gatos. Pero ella tenía que simular que no veía los gatos porque si el padre Francisco se daba cuenta de que ella podía verlos, algo terrible sucedería. Y ella avanzaba con los pies descalzos pisando las colas, los cuerpos tibios, el pelaje suave de los gatos, escuchaba sus maullidos y murmuraba el catecismo Perseverancia para no vomitar de terror: "—¿Dios existe?" "—Sí, Dios existe y siempre existirá porque es eterno".

Al tercer día, en clase, Rita le pasó un papelito a Sergio. Le comunicaba que ya no podría participar de las excursiones porque las zapatillas con barro la habían delatado y su padre le había pegado una paliza. Ahora la encerraban con llave durante la siesta y nunca más iba a poder salir. Los vio pasarse el papel uno al otro; ninguno se dio vuelta a mirarla. Las primeras semanas, en el patio, alguno le sonreía de lejos entre empujón y empujón, cuando nadie podía verlo, pero nunca más la consultaron sobre los piratas. Los había desilusionado.

Aún cuando hubieran creído su mentira, los hechos hablaban por sí mismos: ella ya no formaba parte del grupo y esto probaba lo que ellos sabían desde siempre: las mujeres no sirven para nada.

Buenos Aires, Clarín. Suplemento Cultura y Nación. 14/10/2001 .